miércoles, 27 de febrero de 2013

Revolucionario de la Razón

Recomendable artículo sobre Benedicto XVI



BENEDICTO XVI: REVOLUCIONARIO DE LA RAZÓN
Por Samuel Gregg

Desde que empecé a escribir sobre Joseph Ratzinger, a finales de los noventa, dos características de su personalidad me causaron hondo impacto. La primera era su silencioso pero profundo amor a Cristo, experimentado como el amor a una persona viva en lugar de la vaga abstracción típica de los teólogos progresistas, a menudo ateos.
La segunda era su genuina humildad. Intelectualmente hablando, Ratzinger superó con creces a quienes pretendían hacer del catolicismo en algo parecido al desastre en que se ha convertido la Iglesia de Inglaterra en la actualidad, y también al lúgubre activismo de izquierda de algunas religiosas envejecidas y ancladas en 1968. Frente a las diatribas cada vez más absurdas de Hans Küng o de Leonardo Boff, Ratzinger simplemente continuó defendiendo y explicando la esencial racionalidad de la ortodoxia cristiana con una modestia de la que carecían sus oponentes.
Esto me lleva a lo que considero será el último legado de este gran Papa. En las próximas semanas, habrá muchos comentarios acerca de la cantidad de cosas que este Papa ha logrado alcanzar en un período relativamente corto de tiempo. Esto va desde sus esfuerzos por erradicar lo que Ratzinger alguna vez denominó como la “lacra” de las desviaciones sexuales, que tanto daño han causado al sacerdocio, como su exitoso acercamiento con los hermanos católicos de la Iglesia Ortodoxa y sus nombramientos episcopales –a menudo excelentes–, hasta su reforma de la Liturgia.
Pero debemos recordar que Benedicto XVI es sin duda el papa más intelectual que se haya sentado en la Silla de San Pedro durante siglos –incluso más que su santo predecesor, quien no se quedaba precisamente atrás en lo que al mundo de las ideas se refiere–. Si existe una cosa que se destaca del papado de Benedicto XVI es la siguiente: su especie de “rayo láser” con el que logró llegar a la raíz de la crisis intelectual, y que permite explicar no sólo la situación actual de la cultura Occidental –que se regodea en un superficial relativismo, cosa que se puede observar en pantalla gigante en la retórica carente de contenido de los políticos de la Unión Europea–, sino también el trauma que explica la violencia y la furia que sigue sacudiendo al mundo islámico y que el Islam no parece capaz de resolver en sus propios términos.
Y ese problema es un problema de la razón. Benedicto XVI ha anunciado esto en cuatro discursos magistrales, que se merecen una relectura atenta –me refiero al famoso discurso del año 2006 en la Universidad de Ratisbona, su discurso con motivo del encuentro con el mundo francés de la cultura en el Collège des Bernardins en 2008, su discurso al Parlamento alemán de 2011 y, finalmente, su discurso en el Westminster Hall, en el encuentro con representantes políticos de la sociedad británica en 2010 (el sitio, no por casualidad, donde tuvo lugar el juicio a Santo Tomás Moro en el año 1535). El hombre, especialmente el hombre occidental, ha perdido confianza en la capacidad que pueda tener la razón para conocer algo que vaya más allá del plano empírico.
¿Y cuál es el resultado de esto? Que las discusiones básicas en el ámbito de la política y de la vida universitaria ya no se rigen por los criterios y conceptos que, tiempo atrás, podían identificarse con el de figuras como las de Aristóteles o Tomás de Aquino. En lugar de ello ahora todo se reduce a una cuestión de poder. Se trata de determinar quién es el más fuerte, y quién puede evocar el más alto nivel de humanitarismo sentimental por parte de las personas que se encuentran a la búsqueda de referentes en sociedades cada vez más incoherentes.
2 En el mundo religioso, la crisis de la razón significa dos cosas. En primer lugar, que Dios se
ha reducido al estatus de un osito de peluche, incapaz de distinguir entre el bien y el mal, y quien,
como ha escrito una vez Benedicto XVI, “tan sólo nos confirma en todo” (RATZINGER, JOSEPH, Caminos de Jesucristo, Madrid, Cristiandad, 2004, p. 10). O, por el contrario, Dios
se ha convertido en una creatura que exige comportarnos de modo irracional –sea conduciendo vehículos llenos de explosivos hacia el interior de iglesias católicas en Nigeria, decapitando a adolescentes indonesias estudiantes cristianas, o cualquier otra de las innombrables atrocidades de las que nunca hablan los profesionales del diálogo interreligioso.
Una gran parte del mundo no se ha mostrado interesado en escuchar esta constante enseñanza de Benedicto XVI. ¿Por qué? No porque se trate de un argumento difícil de entender.
Más bien es porque algunas religiones en verdad entienden, efectivamente, a Dios como una
especie de amigable –aunque en última instancia patético– osito cariñoso, o como la crueldad no
indisoluble de la Pura Voluntad. Abandonar estas posiciones exigiría cambiar fundamentalmente
su propia naturaleza como religiones.
En otros casos, acoger el argumento de Benedicto obligaría a transformar el modo de vida
que muchas personas llevan y que, simplemente, no desean cambiar. Sin embargo, la tarea de un
pontífice no consiste en decirle a las personas lo que estas desean escuchar sino enseñarles que
Jesucristo, quien es Caritas es también el Dios que es el Logos: la razón divina que nos ama de
tal manera que quiere salvarnos de nuestra soberbia, y quien ha impreso su razón en nuestra
propia naturaleza para ayudarnos a conocer y aceptar libremente la verdad y el bien.
A diferencia de aquellos ante quienes tendemos a pensar que son las grandes personalidades del mundo actual, Joseph Ratzinger no formará parte del circuito global de conferenciantes famosos, quienes suelen recibir diversos nombramientos para comisiones de las Naciones Unidas, de dudosa utilidad, y participan de Parlamentos religiosos sincretistas. Tampoco formará parte del séquito que trata de recuperar su reputación escribiendo memorias ad modum Clinton. En lugar de todo ello, probablemente pasará el resto de sus días en un monasterio, escribiendo, pensando pero, especialmente, rezando a Aquel que Benedicto sabe que un día le llamará a la casa del Padre.
No obstante, al igual que otro Benedicto (San Benito, el Padre de la Orden Benedictina y Patrono de Europa) que pasó la mayor parte de su vida en un monasterio y que sin embargo logró salvar a la civilización occidental, Joseph Ratzinger sabe que, en el largo plazo, el mundo necesita algo más que una recuperación de la razón en toda su plenitud. Y ese “algo más” es la santidad: la santidad de Tomás Moro, de Teresa de Lisieux o de Juan Pablo II, que es lo que produce, en última instancia, esa convicción de la fuerza indestructible del bien, carente de miedos, y que verdaderamente transforma la historia. En este sentido, Benedicto nunca fue tan claro como cuando en su mensaje durante la vigilia de oración ante decenas de miles de jóvenes, con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud, en Colonia (Alemania), en el año 2005, dijo: “Los santos son (…) los verdaderos reformadores (…) sólo de los santos, sólo de Dios proviene la verdadera revolución (…) No son las ideologías las que salvan el mundo, sino sólo dirigir la mirada al Dios viviente, que es nuestro creador, el garante de nuestra libertad, el garante de lo que es realmente bueno y auténtico. La revolución verdadera consiste únicamente en mirar a Dios, que es la medida de lo que es justo y, al mismo tiempo, es el amor eterno. Y ¿qué puede salvarnos sino el amor?”.

La traducción del artículo original “Benedict XVI: Reason’s Revolutionary” publicado por el  Acton Institute, el 13 de febrero de 2013 es de Mario Šilar del Instituto Acton Argentina para el Acton Institute.

sábado, 23 de febrero de 2013

Nuevas Culpas


Este artículo publicado por Miguel Espeche hoy en La Nación es una belleza y merece ser transcripto sin mayor comentario.+


La corrección, la otra forma de la culpa

Por Miguel Espeche  | Para LA NACION
Aquella moral pacata y culpógena que talló la existencia de tantas generaciones tiene hoy muy mala prensa. Con toda razón, a la culpa permanente y crónica se la considera perniciosa y, se supone, en su ausencia seremos todos felices.
Aquel Dios "mala onda" que ocupaba su existencia en arruinar todo placer y disolver toda alegría que no tuviera que ver con los rituales que lo ensalzaban, quedó, se supone, sin su principal herramienta de trabajo: la culpa.
El psicoanálisis, algunas miradas filosóficas, o incluso otras maneras de ver la espiritualidad, pretendieron dejar atrás esa imagen desamorada y aguafiestas de lo moral-religioso para, de esa manera, liberar el camino hacia la felicidad. Sin embargo, no todo es tan fácil en cuanto a lo que a culpa y felicidad se refiere. Digamos que no toda culpa es perniciosa y, si bien no es el único sostén de nuestra ética, tenerla no viene mal a la hora de hacer o pensar en hacer alguna fechoría.
Sin embargo, la culpa metódica, llamada también neurótica, no se ha dado por vencida y ha penetrado, disfrazada de "corrección", en nuevos territorios, para generar "nuevas culpas", otrora impensadas.
Aquí una lista, parcial por supuesto, de las mismas:
Culpa por no tener un cuerpo perfecto según criterios de revista.
Culpa por (creer) ser malos padres.
Culpa por usar mucha agua, papel, energía, etc., por causa del daño ecológico que eso genera.
Culpa por no ser sociable y no visitar/invitar a los amigos.
Culpa por no visitar a la madre lo suficiente para que pueda ver a sus nietos.
Culpa por sentir culpa en algunas situaciones en las que, se supone, no debiera sentírsela.
Culpa por no hacer ejercicio.
Culpa por tener bienes materiales.
Culpa por no tener bienes materiales.
Culpa por no tener suficiente sexo.
Culpa por tener demasiado sexo.
Culpa por nunca haber tenido relaciones sexuales y pasar por tonto/a.
Culpa por no hacer lo que hace la mayoría.
Culpa por hacer siempre lo que hace la mayoría.
Culpa por no ser feliz.
Culpa por ser feliz? habiendo tanta gente que sufre.
La lista es interminable y será completada por cada lector de acuerdo con su paisaje y criterio personal.
Dicen (aunque habría que confirmarlo) que fue Manuel Belgrano quien dijo algo así como: "La cuestión no es cambiar de amo, sino dejar de ser perro". Esto apunta a que, más allá de que aquella culpa añeja quedó desacreditada, se delega todavía al "afuera" la validación o no de lo que hacemos, lo que en sí mismo no es negativo, salvo cuando lo que mueve a las personas es solamente complacer de manera infantil a ese "afuera", sin asumir que también el propio deseo está involucrado en la cuestión.
La culpa en sí misma no corrige nada, solamente señala (erradamente o no) algo como negativo. Si uno quiere hacer algo, lo hace, y, como corresponde al rol de adulto, asume las consecuencias. La sensación de culpa no soslaya esas consecuencias, siendo siempre aconsejable actuar en función de éstas más que en la sensación culpógena en sí misma.
Ya que estamos hablando de estas cosas que, de alguna manera, involucran la visión moral y espiritual de la vida, digamos que nada más esclarecedor que la palabra de San Agustín para vérselas con el tema de la culpa. En sus escritos dijo: "Ama y haz lo que quieras", lo que, a buen entendedor, abrió un sano panorama que nos libera de tantas disquisiciones.
Al amor se lo reconoce por sus frutos y se entiende corazón mediante. En el arte de descifrarlo se dará el caso de que la culpa deje paso a la responsabilidad, cuando, a la hora de la acción, hagamos las cosas por amor y no por espanto.

miércoles, 20 de febrero de 2013

Benedicto XVI: un antes y un después

Estaba en el campo cuando me enteré de la renuncia de Benedicto XVI.
Desde entonces no he leído nada mejor que lo que ese mismo día escribió el director de la revista Criterio, José María Poirier Lalanne, que fue publicado en la siguiente edición del diario La Nación, y que transcribo a continuación.+



Renuncia

Un antes y un después para la Iglesia

Ajeno a la lógica del poder y consciente de sus dificultades como hombre de gobierno, Benedicto abre con su decisión el camino a una postergada reformulación del papado
Por José María Poirier Lalanne  | Para LA NACION
Bien se puede entender la sorpresa ante la anunciada renuncia de Benedicto XVI como obispo de Roma y sucesor de San Pedro, ya que quedaron perplejos los mismos cardenales de la curia, sus estrechos colaboradores, los vaticanistas mejor informados de Europa y hasta el vocero de la Santa Sede, el jesuita Federico Lombardi. Un secreto que el Papa guardaba sigilosamente, fiel a su estilo personal, y acaso desconfiado ante las posibles indiscreciones. De todas maneras, en más de una ocasión había manifestado su parecer favorable a una renuncia cuando se advirtieran limitaciones que impidieran llevar a cabo tan exigente y compleja tarea.
Quizá este gesto muestre, mejor que muchos otros, la distancia que lo separa de su antecesor, a quien, sin embargo, lo unen no pocos aspectos y un profundo aprecio. Juan Pablo II jamás contempló esta posibilidad; para él dimitir era impensable: "Sólo si Cristo se hubiera bajado de la cruz, yo tendría derecho a renunciar", había dicho. Los argumentos de Joseph Ratzinger son otros, acaso más cercanos a la mentalidad contemporánea y que por ello mismo marcan un cambio histórico para la Iglesia Católica: "Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino". Reconoce luego la importancia espiritual de saber sufrir y rezar, pero señala que "en el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de San Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu". El acento está puesto en el análisis racional de sus fuerzas y en su conciencia.
En una decisión de gran libertad interior y de marcado desapego del poder, el Papa alemán deja en manos del colegio cardenalicio los destinos de la Iglesia. El 28 de febrero se retirará a la sede de Castelgandolfo, en el sur de la capital italiana, y dejará el gobierno después de casi ocho años de papado. Una vez elegido su sucesor, según explicó el vocero vaticano, Ratzinger vivirá en la ciudad del Vaticano, probablemente dedicado a la oración, al estudio y a la música.
Deja a la Iglesia en un clima de mayor serenidad y transparencia del que encontró al asumir. Supo afrontar con coraje el drama de los abusos sexuales por parte de clérigos de distintos países; trató de que no se crearan mayores tensiones con los ultramontanos lefebvristas y permitió que se celebraran también misas en latín, cosa que no alteró la vida de ninguna comunidad. Anunció que sería implacable con "la suciedad dentro de la Iglesia" y así fue: no le tembló el pulso a la hora de sancionar al fundador de los Legionarios de Cristo por su conducta escandalosa. No se defendió de las críticas argumentando que nacían de enemigos externos de la Iglesia, sino que dirigió hacia adentro su mirada y tomó medidas. Fue repetidamente malinterpretado, y pidió perdón por ello.
¿Lo afectaron las filtraciones que se dieron en su entorno y que alimentaron ciertas revelaciones periodísticas? Creo que no. Ése fue para él un tema molesto, pero menor. Si algo se le puede observar es que no tuvo toda la capacidad de gobierno que se esperaba de un pontífice. La curia, en parte heredada y en parte rediseñada por él con poca fortuna, siguió moviéndose con cierta autonomía burocrática y antirreformadora. Benedicto XVI se movía más como un intelectual que como un pastor, más como un profesor que como un hombre de gobierno.
Por otra parte, todo el mundo era consciente de que a una edad avanzada tuvo que suceder a un predecesor de extraordinaria personalidad y magnetismo. No era fácil ser papa después de Juan Pablo II. Es más, la personalidad de Benedicto XVI, ciertamente más abierta e intelectualmente más progresista que la de Wojtyla (basta leer los escritos de uno y otro), pareció a la opinión pública más cerrada y conservadora, quizá por cierta incapacidad suya para comunicar ante las multitudes y una marcada timidez al afrontar encuentros y situaciones públicas. Benedicto es un hombre de reflexión. Su último libro, La infancia de Jesús, es encantadoramente desconcertante. Parece alejarse de los datos de la interpretación históricocrítica tantas veces defendida por él, pero al mismo tiempo dialoga con los grandes pensadores de la historia sin complejos, casi de igual a igual. Su prosa es de una brillante claridad y concisión, y de una fuerza poética singular. Se advierte en sus páginas toda la admiración y el cariño que siente por la figura de Jesús, como teólogo y como hombre de piedad. El esfuerzo por que se encuentren la fe y la razón domina su pensamiento. ¿Es demasiado europeo? Es tan europeo que parece no advertir la falta de una representación mayor de otros continentes en la Iglesia central.
Pero ¿qué puede significar su renuncia? Mucho para la Iglesia. Porque si el Papa puede dejar su tarea por motivos de edad y de fuerzas físicas, ¿por qué no tendrían que hacerlo los superiores y las superioras de órdenes y congregaciones? ¿Por qué se tendrían que eternizar en sus cargos tantos dirigentes (religiosos y laicos) que no se muestran dispuestos a dar un paso al costado para permitir una renovación generacional? Cuando el anterior prepósito general de los jesuitas, el holandés Peter Hans Kolvenbach, que hoy ha regresado a sus tareas de estudio en el Líbano, le explicó al Papa su deseo de renunciar al gobierno de la Compañía, Ratzinger lo entendió. Nunca había admitido esto su predecesor, para quien todo hombre debía morir en el cargo.
Hoy la responsabilidad recae en los hombros del colegio cardenalicio. Es una nueva confirmación de que la Iglesia tiene un aspecto colegial muy importante, tal como lo señalaba en su momento Pablo VI. En ese sentido, Ratzinger se demostró más cercano al Concilio Vaticano II que Juan Pablo II, más hijo de Europa occidental y de una formación intelectual crítica y racional.
Para la Iglesia de Roma, la renuncia de este Papa marca un antes y un después. Posiblemente con ello se abran nuevas instancias, que bien podrían ser saludables y nada conflictivas, tal como sucede en la Iglesia anglicana. Es una reformulación del papado, más cercano a la concepción actual y -paradójicamente- más afín con el espíritu del evangelio; en todo caso más alejada de la concepción medieval y renacentista. Podría señalar un camino de acercamiento ecuménico y de aggiornamento en el gobierno de la Iglesia, que necesita restarle peso e importancia a la curia romana y dar mayor presencia a las iglesias locales.
En la milenaria historia de la Iglesia, que conoció todo tipo de traumas y conflictos, los papados se suceden y quedan visibles sólo algunas cosas que quizá en su momento no se advirtieron como importantes. Benedicto XVI, particularmente sensible ante el acontecer histórico, probablemente deje una impronta en el tiempo. Ha sido un Papa ajeno a la lógica del poder, humilde y sincero, medido y serio, consciente de sus límites y convencido de la importancia espiritual e intelectual de su tarea. Acaso sea hoy más reconocido fuera que dentro del ámbito eclesial, como intelectual y hombre de diálogo, como constructor de paz entre los pueblos.
¿Quién lo seguirá en el trono de Pedro? Ése es un misterio que sólo el Espíritu conoce. Parecería que el colegio cardenalicio está tentado de buscar en Europa, si no directamente en Italia, a su sucesor. Hay figuras eminentes en Italia y en Austria, por ejemplo, pero también las hay en América del Norte y del Sur, en Asia y en África. La Iglesia pos Ratzinger deberá afrontar importantes desafíos. Ha perdido mucha presencia en países tradicionalmente católicos y todavía son tierras ajenas enteras naciones como la China. El mundo islámico exige mejores relaciones y plantea serias dificultades. La cultura occidental contemporánea arrima interrogantes graves. ¿Sabrá la Iglesia estar a la altura de los requerimientos? ¿Sabrán sus figuras de gobierno retomar decididamente el legado conciliar y volver a acercarse a la dimensión profética y testimonial del cristianismo? A muchas de estas cuestiones estará llamado a responder el nuevo pontífice. De él, además, dependerá la conformación de un nuevo "gabinete" y la posibilidad de avanzar hacia la dimensión de la Iglesia como pueblo de Dios en camino. Ardua tarea, ciertamente.
© LA NACION.