Benedicto XVI: un antes y un después
Estaba en el campo cuando me enteré de la renuncia de Benedicto XVI.
Desde entonces no he leído nada mejor que lo que ese mismo día escribió el director de la revista Criterio, José María Poirier Lalanne, que fue publicado en la siguiente edición del diario La Nación, y que transcribo a continuación.+
Renuncia
Un antes y un después para la Iglesia
Ajeno a la lógica del poder y consciente de sus dificultades como hombre de gobierno, Benedicto abre con su decisión el camino a una postergada reformulación del papado
Bien se puede entender la sorpresa ante la anunciada renuncia de Benedicto XVI como obispo de Roma y sucesor de San Pedro, ya que quedaron perplejos los mismos cardenales de la curia, sus estrechos colaboradores, los vaticanistas mejor informados de Europa y hasta el vocero de la Santa Sede, el jesuita Federico Lombardi. Un secreto que el Papa guardaba sigilosamente, fiel a su estilo personal, y acaso desconfiado ante las posibles indiscreciones. De todas maneras, en más de una ocasión había manifestado su parecer favorable a una renuncia cuando se advirtieran limitaciones que impidieran llevar a cabo tan exigente y compleja tarea.
Quizá este gesto muestre, mejor que muchos otros, la distancia que lo separa de su antecesor, a quien, sin embargo, lo unen no pocos aspectos y un profundo aprecio. Juan Pablo II jamás contempló esta posibilidad; para él dimitir era impensable: "Sólo si Cristo se hubiera bajado de la cruz, yo tendría derecho a renunciar", había dicho. Los argumentos de Joseph Ratzinger son otros, acaso más cercanos a la mentalidad contemporánea y que por ello mismo marcan un cambio histórico para la Iglesia Católica: "Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino". Reconoce luego la importancia espiritual de saber sufrir y rezar, pero señala que "en el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de San Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu". El acento está puesto en el análisis racional de sus fuerzas y en su conciencia.
En una decisión de gran libertad interior y de marcado desapego del poder, el Papa alemán deja en manos del colegio cardenalicio los destinos de la Iglesia. El 28 de febrero se retirará a la sede de Castelgandolfo, en el sur de la capital italiana, y dejará el gobierno después de casi ocho años de papado. Una vez elegido su sucesor, según explicó el vocero vaticano, Ratzinger vivirá en la ciudad del Vaticano, probablemente dedicado a la oración, al estudio y a la música.
Deja a la Iglesia en un clima de mayor serenidad y transparencia del que encontró al asumir. Supo afrontar con coraje el drama de los abusos sexuales por parte de clérigos de distintos países; trató de que no se crearan mayores tensiones con los ultramontanos lefebvristas y permitió que se celebraran también misas en latín, cosa que no alteró la vida de ninguna comunidad. Anunció que sería implacable con "la suciedad dentro de la Iglesia" y así fue: no le tembló el pulso a la hora de sancionar al fundador de los Legionarios de Cristo por su conducta escandalosa. No se defendió de las críticas argumentando que nacían de enemigos externos de la Iglesia, sino que dirigió hacia adentro su mirada y tomó medidas. Fue repetidamente malinterpretado, y pidió perdón por ello.
¿Lo afectaron las filtraciones que se dieron en su entorno y que alimentaron ciertas revelaciones periodísticas? Creo que no. Ése fue para él un tema molesto, pero menor. Si algo se le puede observar es que no tuvo toda la capacidad de gobierno que se esperaba de un pontífice. La curia, en parte heredada y en parte rediseñada por él con poca fortuna, siguió moviéndose con cierta autonomía burocrática y antirreformadora. Benedicto XVI se movía más como un intelectual que como un pastor, más como un profesor que como un hombre de gobierno.
Por otra parte, todo el mundo era consciente de que a una edad avanzada tuvo que suceder a un predecesor de extraordinaria personalidad y magnetismo. No era fácil ser papa después de Juan Pablo II. Es más, la personalidad de Benedicto XVI, ciertamente más abierta e intelectualmente más progresista que la de Wojtyla (basta leer los escritos de uno y otro), pareció a la opinión pública más cerrada y conservadora, quizá por cierta incapacidad suya para comunicar ante las multitudes y una marcada timidez al afrontar encuentros y situaciones públicas. Benedicto es un hombre de reflexión. Su último libro, La infancia de Jesús, es encantadoramente desconcertante. Parece alejarse de los datos de la interpretación históricocrítica tantas veces defendida por él, pero al mismo tiempo dialoga con los grandes pensadores de la historia sin complejos, casi de igual a igual. Su prosa es de una brillante claridad y concisión, y de una fuerza poética singular. Se advierte en sus páginas toda la admiración y el cariño que siente por la figura de Jesús, como teólogo y como hombre de piedad. El esfuerzo por que se encuentren la fe y la razón domina su pensamiento. ¿Es demasiado europeo? Es tan europeo que parece no advertir la falta de una representación mayor de otros continentes en la Iglesia central.
Pero ¿qué puede significar su renuncia? Mucho para la Iglesia. Porque si el Papa puede dejar su tarea por motivos de edad y de fuerzas físicas, ¿por qué no tendrían que hacerlo los superiores y las superioras de órdenes y congregaciones? ¿Por qué se tendrían que eternizar en sus cargos tantos dirigentes (religiosos y laicos) que no se muestran dispuestos a dar un paso al costado para permitir una renovación generacional? Cuando el anterior prepósito general de los jesuitas, el holandés Peter Hans Kolvenbach, que hoy ha regresado a sus tareas de estudio en el Líbano, le explicó al Papa su deseo de renunciar al gobierno de la Compañía, Ratzinger lo entendió. Nunca había admitido esto su predecesor, para quien todo hombre debía morir en el cargo.
Hoy la responsabilidad recae en los hombros del colegio cardenalicio. Es una nueva confirmación de que la Iglesia tiene un aspecto colegial muy importante, tal como lo señalaba en su momento Pablo VI. En ese sentido, Ratzinger se demostró más cercano al Concilio Vaticano II que Juan Pablo II, más hijo de Europa occidental y de una formación intelectual crítica y racional.
Para la Iglesia de Roma, la renuncia de este Papa marca un antes y un después. Posiblemente con ello se abran nuevas instancias, que bien podrían ser saludables y nada conflictivas, tal como sucede en la Iglesia anglicana. Es una reformulación del papado, más cercano a la concepción actual y -paradójicamente- más afín con el espíritu del evangelio; en todo caso más alejada de la concepción medieval y renacentista. Podría señalar un camino de acercamiento ecuménico y de aggiornamento en el gobierno de la Iglesia, que necesita restarle peso e importancia a la curia romana y dar mayor presencia a las iglesias locales.
En la milenaria historia de la Iglesia, que conoció todo tipo de traumas y conflictos, los papados se suceden y quedan visibles sólo algunas cosas que quizá en su momento no se advirtieron como importantes. Benedicto XVI, particularmente sensible ante el acontecer histórico, probablemente deje una impronta en el tiempo. Ha sido un Papa ajeno a la lógica del poder, humilde y sincero, medido y serio, consciente de sus límites y convencido de la importancia espiritual e intelectual de su tarea. Acaso sea hoy más reconocido fuera que dentro del ámbito eclesial, como intelectual y hombre de diálogo, como constructor de paz entre los pueblos.
¿Quién lo seguirá en el trono de Pedro? Ése es un misterio que sólo el Espíritu conoce. Parecería que el colegio cardenalicio está tentado de buscar en Europa, si no directamente en Italia, a su sucesor. Hay figuras eminentes en Italia y en Austria, por ejemplo, pero también las hay en América del Norte y del Sur, en Asia y en África. La Iglesia pos Ratzinger deberá afrontar importantes desafíos. Ha perdido mucha presencia en países tradicionalmente católicos y todavía son tierras ajenas enteras naciones como la China. El mundo islámico exige mejores relaciones y plantea serias dificultades. La cultura occidental contemporánea arrima interrogantes graves. ¿Sabrá la Iglesia estar a la altura de los requerimientos? ¿Sabrán sus figuras de gobierno retomar decididamente el legado conciliar y volver a acercarse a la dimensión profética y testimonial del cristianismo? A muchas de estas cuestiones estará llamado a responder el nuevo pontífice. De él, además, dependerá la conformación de un nuevo "gabinete" y la posibilidad de avanzar hacia la dimensión de la Iglesia como pueblo de Dios en camino. Ardua tarea, ciertamente.
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