Revolucionario de la Razón
Recomendable artículo sobre Benedicto XVI
BENEDICTO XVI: REVOLUCIONARIO DE LA RAZÓN
Por Samuel Gregg
Desde que empecé a escribir sobre Joseph Ratzinger, a finales de los noventa, dos características de su personalidad me causaron hondo impacto. La primera era su silencioso pero profundo amor a Cristo, experimentado como el amor a una persona viva en lugar de la vaga abstracción típica de los teólogos progresistas, a menudo ateos.
La segunda era su genuina humildad. Intelectualmente hablando, Ratzinger superó con creces a quienes pretendían hacer del catolicismo en algo parecido al desastre en que se ha convertido la Iglesia de Inglaterra en la actualidad, y también al lúgubre activismo de izquierda de algunas religiosas envejecidas y ancladas en 1968. Frente a las diatribas cada vez más absurdas de Hans Küng o de Leonardo Boff, Ratzinger simplemente continuó defendiendo y explicando la esencial racionalidad de la ortodoxia cristiana con una modestia de la que carecían sus oponentes.
Esto me lleva a lo que considero será el último legado de este gran Papa. En las próximas semanas, habrá muchos comentarios acerca de la cantidad de cosas que este Papa ha logrado alcanzar en un período relativamente corto de tiempo. Esto va desde sus esfuerzos por erradicar lo que Ratzinger alguna vez denominó como la “lacra” de las desviaciones sexuales, que tanto daño han causado al sacerdocio, como su exitoso acercamiento con los hermanos católicos de la Iglesia Ortodoxa y sus nombramientos episcopales –a menudo excelentes–, hasta su reforma de la Liturgia.
Pero debemos recordar que Benedicto XVI es sin duda el papa más intelectual que se haya sentado en la Silla de San Pedro durante siglos –incluso más que su santo predecesor, quien no se quedaba precisamente atrás en lo que al mundo de las ideas se refiere–. Si existe una cosa que se destaca del papado de Benedicto XVI es la siguiente: su especie de “rayo láser” con el que logró llegar a la raíz de la crisis intelectual, y que permite explicar no sólo la situación actual de la cultura Occidental –que se regodea en un superficial relativismo, cosa que se puede observar en pantalla gigante en la retórica carente de contenido de los políticos de la Unión Europea–, sino también el trauma que explica la violencia y la furia que sigue sacudiendo al mundo islámico y que el Islam no parece capaz de resolver en sus propios términos.
Y ese problema es un problema de la razón. Benedicto XVI ha anunciado esto en cuatro discursos magistrales, que se merecen una relectura atenta –me refiero al famoso discurso del año 2006 en la Universidad de Ratisbona, su discurso con motivo del encuentro con el mundo francés de la cultura en el Collège des Bernardins en 2008, su discurso al Parlamento alemán de 2011 y, finalmente, su discurso en el Westminster Hall, en el encuentro con representantes políticos de la sociedad británica en 2010 (el sitio, no por casualidad, donde tuvo lugar el juicio a Santo Tomás Moro en el año 1535). El hombre, especialmente el hombre occidental, ha perdido confianza en la capacidad que pueda tener la razón para conocer algo que vaya más allá del plano empírico.
¿Y cuál es el resultado de esto? Que las discusiones básicas en el ámbito de la política y de la vida universitaria ya no se rigen por los criterios y conceptos que, tiempo atrás, podían identificarse con el de figuras como las de Aristóteles o Tomás de Aquino. En lugar de ello ahora todo se reduce a una cuestión de poder. Se trata de determinar quién es el más fuerte, y quién puede evocar el más alto nivel de humanitarismo sentimental por parte de las personas que se encuentran a la búsqueda de referentes en sociedades cada vez más incoherentes.
2 En el mundo religioso, la crisis de la razón significa dos cosas. En primer lugar, que Dios se
ha reducido al estatus de un osito de peluche, incapaz de distinguir entre el bien y el mal, y quien,
como ha escrito una vez Benedicto XVI, “tan sólo nos confirma en todo” (RATZINGER, JOSEPH, Caminos de Jesucristo, Madrid, Cristiandad, 2004, p. 10). O, por el contrario, Dios
se ha convertido en una creatura que exige comportarnos de modo irracional –sea conduciendo vehículos llenos de explosivos hacia el interior de iglesias católicas en Nigeria, decapitando a adolescentes indonesias estudiantes cristianas, o cualquier otra de las innombrables atrocidades de las que nunca hablan los profesionales del diálogo interreligioso.
Una gran parte del mundo no se ha mostrado interesado en escuchar esta constante enseñanza de Benedicto XVI. ¿Por qué? No porque se trate de un argumento difícil de entender.
Más bien es porque algunas religiones en verdad entienden, efectivamente, a Dios como una
especie de amigable –aunque en última instancia patético– osito cariñoso, o como la crueldad no
indisoluble de la Pura Voluntad. Abandonar estas posiciones exigiría cambiar fundamentalmente
su propia naturaleza como religiones.
En otros casos, acoger el argumento de Benedicto obligaría a transformar el modo de vida
que muchas personas llevan y que, simplemente, no desean cambiar. Sin embargo, la tarea de un
pontífice no consiste en decirle a las personas lo que estas desean escuchar sino enseñarles que
Jesucristo, quien es Caritas es también el Dios que es el Logos: la razón divina que nos ama de
tal manera que quiere salvarnos de nuestra soberbia, y quien ha impreso su razón en nuestra
propia naturaleza para ayudarnos a conocer y aceptar libremente la verdad y el bien.
A diferencia de aquellos ante quienes tendemos a pensar que son las grandes personalidades del mundo actual, Joseph Ratzinger no formará parte del circuito global de conferenciantes famosos, quienes suelen recibir diversos nombramientos para comisiones de las Naciones Unidas, de dudosa utilidad, y participan de Parlamentos religiosos sincretistas. Tampoco formará parte del séquito que trata de recuperar su reputación escribiendo memorias ad modum Clinton. En lugar de todo ello, probablemente pasará el resto de sus días en un monasterio, escribiendo, pensando pero, especialmente, rezando a Aquel que Benedicto sabe que un día le llamará a la casa del Padre.
No obstante, al igual que otro Benedicto (San Benito, el Padre de la Orden Benedictina y Patrono de Europa) que pasó la mayor parte de su vida en un monasterio y que sin embargo logró salvar a la civilización occidental, Joseph Ratzinger sabe que, en el largo plazo, el mundo necesita algo más que una recuperación de la razón en toda su plenitud. Y ese “algo más” es la santidad: la santidad de Tomás Moro, de Teresa de Lisieux o de Juan Pablo II, que es lo que produce, en última instancia, esa convicción de la fuerza indestructible del bien, carente de miedos, y que verdaderamente transforma la historia. En este sentido, Benedicto nunca fue tan claro como cuando en su mensaje durante la vigilia de oración ante decenas de miles de jóvenes, con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud, en Colonia (Alemania), en el año 2005, dijo: “Los santos son (…) los verdaderos reformadores (…) sólo de los santos, sólo de Dios proviene la verdadera revolución (…) No son las ideologías las que salvan el mundo, sino sólo dirigir la mirada al Dios viviente, que es nuestro creador, el garante de nuestra libertad, el garante de lo que es realmente bueno y auténtico. La revolución verdadera consiste únicamente en mirar a Dios, que es la medida de lo que es justo y, al mismo tiempo, es el amor eterno. Y ¿qué puede salvarnos sino el amor?”.
La traducción del artículo original “Benedict XVI: Reason’s Revolutionary” publicado por el Acton Institute, el 13 de febrero de 2013 es de Mario Šilar del Instituto Acton Argentina para el Acton Institute.
BENEDICTO XVI: REVOLUCIONARIO DE LA RAZÓN
Por Samuel Gregg
Desde que empecé a escribir sobre Joseph Ratzinger, a finales de los noventa, dos características de su personalidad me causaron hondo impacto. La primera era su silencioso pero profundo amor a Cristo, experimentado como el amor a una persona viva en lugar de la vaga abstracción típica de los teólogos progresistas, a menudo ateos.
La segunda era su genuina humildad. Intelectualmente hablando, Ratzinger superó con creces a quienes pretendían hacer del catolicismo en algo parecido al desastre en que se ha convertido la Iglesia de Inglaterra en la actualidad, y también al lúgubre activismo de izquierda de algunas religiosas envejecidas y ancladas en 1968. Frente a las diatribas cada vez más absurdas de Hans Küng o de Leonardo Boff, Ratzinger simplemente continuó defendiendo y explicando la esencial racionalidad de la ortodoxia cristiana con una modestia de la que carecían sus oponentes.
Esto me lleva a lo que considero será el último legado de este gran Papa. En las próximas semanas, habrá muchos comentarios acerca de la cantidad de cosas que este Papa ha logrado alcanzar en un período relativamente corto de tiempo. Esto va desde sus esfuerzos por erradicar lo que Ratzinger alguna vez denominó como la “lacra” de las desviaciones sexuales, que tanto daño han causado al sacerdocio, como su exitoso acercamiento con los hermanos católicos de la Iglesia Ortodoxa y sus nombramientos episcopales –a menudo excelentes–, hasta su reforma de la Liturgia.
Pero debemos recordar que Benedicto XVI es sin duda el papa más intelectual que se haya sentado en la Silla de San Pedro durante siglos –incluso más que su santo predecesor, quien no se quedaba precisamente atrás en lo que al mundo de las ideas se refiere–. Si existe una cosa que se destaca del papado de Benedicto XVI es la siguiente: su especie de “rayo láser” con el que logró llegar a la raíz de la crisis intelectual, y que permite explicar no sólo la situación actual de la cultura Occidental –que se regodea en un superficial relativismo, cosa que se puede observar en pantalla gigante en la retórica carente de contenido de los políticos de la Unión Europea–, sino también el trauma que explica la violencia y la furia que sigue sacudiendo al mundo islámico y que el Islam no parece capaz de resolver en sus propios términos.
Y ese problema es un problema de la razón. Benedicto XVI ha anunciado esto en cuatro discursos magistrales, que se merecen una relectura atenta –me refiero al famoso discurso del año 2006 en la Universidad de Ratisbona, su discurso con motivo del encuentro con el mundo francés de la cultura en el Collège des Bernardins en 2008, su discurso al Parlamento alemán de 2011 y, finalmente, su discurso en el Westminster Hall, en el encuentro con representantes políticos de la sociedad británica en 2010 (el sitio, no por casualidad, donde tuvo lugar el juicio a Santo Tomás Moro en el año 1535). El hombre, especialmente el hombre occidental, ha perdido confianza en la capacidad que pueda tener la razón para conocer algo que vaya más allá del plano empírico.
¿Y cuál es el resultado de esto? Que las discusiones básicas en el ámbito de la política y de la vida universitaria ya no se rigen por los criterios y conceptos que, tiempo atrás, podían identificarse con el de figuras como las de Aristóteles o Tomás de Aquino. En lugar de ello ahora todo se reduce a una cuestión de poder. Se trata de determinar quién es el más fuerte, y quién puede evocar el más alto nivel de humanitarismo sentimental por parte de las personas que se encuentran a la búsqueda de referentes en sociedades cada vez más incoherentes.
2 En el mundo religioso, la crisis de la razón significa dos cosas. En primer lugar, que Dios se
ha reducido al estatus de un osito de peluche, incapaz de distinguir entre el bien y el mal, y quien,
como ha escrito una vez Benedicto XVI, “tan sólo nos confirma en todo” (RATZINGER, JOSEPH, Caminos de Jesucristo, Madrid, Cristiandad, 2004, p. 10). O, por el contrario, Dios
se ha convertido en una creatura que exige comportarnos de modo irracional –sea conduciendo vehículos llenos de explosivos hacia el interior de iglesias católicas en Nigeria, decapitando a adolescentes indonesias estudiantes cristianas, o cualquier otra de las innombrables atrocidades de las que nunca hablan los profesionales del diálogo interreligioso.
Una gran parte del mundo no se ha mostrado interesado en escuchar esta constante enseñanza de Benedicto XVI. ¿Por qué? No porque se trate de un argumento difícil de entender.
Más bien es porque algunas religiones en verdad entienden, efectivamente, a Dios como una
especie de amigable –aunque en última instancia patético– osito cariñoso, o como la crueldad no
indisoluble de la Pura Voluntad. Abandonar estas posiciones exigiría cambiar fundamentalmente
su propia naturaleza como religiones.
En otros casos, acoger el argumento de Benedicto obligaría a transformar el modo de vida
que muchas personas llevan y que, simplemente, no desean cambiar. Sin embargo, la tarea de un
pontífice no consiste en decirle a las personas lo que estas desean escuchar sino enseñarles que
Jesucristo, quien es Caritas es también el Dios que es el Logos: la razón divina que nos ama de
tal manera que quiere salvarnos de nuestra soberbia, y quien ha impreso su razón en nuestra
propia naturaleza para ayudarnos a conocer y aceptar libremente la verdad y el bien.
A diferencia de aquellos ante quienes tendemos a pensar que son las grandes personalidades del mundo actual, Joseph Ratzinger no formará parte del circuito global de conferenciantes famosos, quienes suelen recibir diversos nombramientos para comisiones de las Naciones Unidas, de dudosa utilidad, y participan de Parlamentos religiosos sincretistas. Tampoco formará parte del séquito que trata de recuperar su reputación escribiendo memorias ad modum Clinton. En lugar de todo ello, probablemente pasará el resto de sus días en un monasterio, escribiendo, pensando pero, especialmente, rezando a Aquel que Benedicto sabe que un día le llamará a la casa del Padre.
No obstante, al igual que otro Benedicto (San Benito, el Padre de la Orden Benedictina y Patrono de Europa) que pasó la mayor parte de su vida en un monasterio y que sin embargo logró salvar a la civilización occidental, Joseph Ratzinger sabe que, en el largo plazo, el mundo necesita algo más que una recuperación de la razón en toda su plenitud. Y ese “algo más” es la santidad: la santidad de Tomás Moro, de Teresa de Lisieux o de Juan Pablo II, que es lo que produce, en última instancia, esa convicción de la fuerza indestructible del bien, carente de miedos, y que verdaderamente transforma la historia. En este sentido, Benedicto nunca fue tan claro como cuando en su mensaje durante la vigilia de oración ante decenas de miles de jóvenes, con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud, en Colonia (Alemania), en el año 2005, dijo: “Los santos son (…) los verdaderos reformadores (…) sólo de los santos, sólo de Dios proviene la verdadera revolución (…) No son las ideologías las que salvan el mundo, sino sólo dirigir la mirada al Dios viviente, que es nuestro creador, el garante de nuestra libertad, el garante de lo que es realmente bueno y auténtico. La revolución verdadera consiste únicamente en mirar a Dios, que es la medida de lo que es justo y, al mismo tiempo, es el amor eterno. Y ¿qué puede salvarnos sino el amor?”.
La traducción del artículo original “Benedict XVI: Reason’s Revolutionary” publicado por el Acton Institute, el 13 de febrero de 2013 es de Mario Šilar del Instituto Acton Argentina para el Acton Institute.
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