En la vía
Antes de narrar el extraño episodio de esta mañana debo aclarar que no es algo habitual en mí y que se enmarca en la grandeza y generosidad de Nuestro Señor.
Mi deseo de narrarlo, además de solazarme por haber sido partícipe, tiene que ver con las circunstancias antropológicas del caso que quisiera repensar.
Últimamente viajo al centro con lo mínimo indispensable: esta tableta electrónica, algún libro; en este caso, el de Santo Tomás de Aquino, por Chesterton. Por las dudas sumé una carpeta con un texto mío que quería corregir, lo que prefiero hacer con birome sobre papel.
Ya que portaba tres cosas, que incomodan en la mano, decidí llevar a cambiar una camisa de manga corta que mamá me regaló en Navidad. La bolsa me sería útil para poner allí los objetos.
Un cartel en la estación de Beccar avisaba que faltaban once minutos para la llegada del tren que me llevaría a Retiro. Miré entre los bancos y había un par de lugares disponibles al lado de un moreno de unos treinta años que vestía únicamente un bermudas verde oscuro. Me senté cerca suyo -pero no al lado- y, mientras consultaba el correo electrónico, relojeaba la mirada desafiante y la cabeza erguida del muchacho a quienes iban apareciendo por el andén. Pero, una vez que pasaban, su torso volvía a inclinarse en noventa grados y apoyaba las manos sobre sus cuádriceps y los frotaba en forma casi imperceptible, con la cabeza gacha. Sus pies descalzos estaban algo enbarrados. Era de morrudo y su mirada, clara.
Me llamó la atención su actitud y se me ocurrió preguntarle en voz muy baja: "¿estás así porque querés o te pasó algo?".
El, mirándome alternativamente a mi y al suelo, respondió genéricamente "no, me pasó algo. Tuve un quilombo y pasé la noche en una comisaría (creo que dijo de San Fernando). Perdí todo: el celular, todo... Para peor, ahora me estoy yendo a Olivos a laburar".
Su respuesta era sospechosamente genérica y carecía de detalles, pero tenía la decencia de no acusar a nadie; ni a la caña, ni a ladrones, a nadie.
Hice un breve silencio y noté la presencia de mi camisa en la bolsa. Luego de rápido análisis, se la ofrecí. Era un regalo de mamá. Pero nada especial. Mamá nos regala a todos lo mismo el mismo para no hacer diferencias. Por otra parte, a ella le encantará saber su destino final.
Apenas se la ofrecí, se le iluminó el rostro. No recuerdo que La Haya agradecido verbalmente. Lo suyo eran gestos mudos. Se desesperó por abrirla. No sabía bien qué hacer. No le sacaba ni la etiqueta. "Uuuuh..." decía. "Sácale la etiqueta...", "si querés, damelo (por el alfilercito de gancho)" y "lo único que pido es que tires la bolsa", fueron las únicas palabras que le dije, sin obtener respuesta.
La desabotonó y se la puso. Respiraba profundo y con alguna agitación. Recién ahí apoyó su espalda sobre el banco y la satisfacción lo desbordaba.
Volví a lectura, pero no pude concentrarme más. Analizaba si debía decirle algo, si tenía que aprovechar el gesto para evangelizar. Pero nada vino a la mente, con la claridad con la que había aparecido la camisa.
Decidí saludarlo con una frase breve: "tratá de alejarse de los quilombos..." y, tras golpear su rodilla con mi carpeta. El me respondió con cara de "ojalá..." Y apuntó al vagón que tenía adelante suyo.
Iba leyendo cuando, en Olivos, me acordé del tipo y miré por la ventana y ahí estaba, caminando como si fuera la primera vez que sus pies pisaban el cemento y, luego, el pavimento, al cruzar la calle.+
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