viernes, 2 de junio de 2017

Un Padre que nos espera siempre

Enrique Bianco nos hizo llegar este texto de  Charles Peguy sobre la parábola del hijo pródigo:
“Ha sido contada a innumerables hombres desde la primera vez que fue contada y, a menos de tener un corazón de piedra, hijo mío, ¿Quién sería capaz de escucharla sin llorar?
Desde hace miles de años viene haciendo llorar a innumerables hombres y ha tocado el corazón del hombre en un punto único, secreto, misterioso, inaccesible a todos los demás.
Durante todos los siglos y en la eternidad los hombres llorarán por ella y sobre ella, fieles e infieles. Es la palabra de Dios que ha llegado más lejos, hijo mío, la que ha tenido más
éxito, temporal y eterno.
Es célebre incluso entre los impíos y ha encontrado en ellos un orificio de
entrada, y quizás es ella sola la que permanece clavada en el corazón del impío como un clavo de ternura.
Es la sola palabra de Dios que el pecador no ha ahogado en su corazón; una vez que esta palabra ha mordido su corazón ninguna voluptuosidad borrará ya
la huella de sus dientes.
Una palabra que acompaña, que le sigue a uno como un perro, un perro a quien se pega, pero continúa con uno.
Y que esa palabra enseña que no todo está perdido, que no entra en la voluntad de Dios que se pierda uno solo de estos pequeños.
Cuando el pecador se aleja de Dios, hijo mío, arroja al borde del camino en las zarzas y entre las piedras, la palabra de Dios, los más puros tesoros.
Pero hay una palabra de Dios que no arrojará y sobre la que el hombre ha llorado tantas veces.
Es una bendición de Dios que no arroje esa palabra a las zarzas de un camino.
Y es que no tenéis necesidad de ocuparos de ella y de llevarla a cuestas, porque es ella la que se ocupa de vosotros y de hacerse llevar, es ella la que sigue, una palabra que sigue, un tesoro que acompaña.
Las otras palabras de Dios no se atreven a acompañar al hombre en sus mayores desórdenes.
Pero en verdad que esta palabra es una desvergonzada, no tiene miedo, no tiene vergüenza, y tan lejos como vaya el hombre, en cualquier terreno, en cualquier oscuridad, siempre habrá una claridad, lucirá una llama, un puntido de llama, siempre lucirá un lámpara, siempre habrá un puntido cocido por el dolor: “había un hombre que tenía dos hijos”…

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