Un soplo de aliento
En estos tiempos pandémicos andamos algo sugestionados.
El viernes a la noche llegué al Club y un muchacho a quien yo no conocía -pero que luego advertí que sería con quien debía enfrentarme deportivamente- se acercó excesivamente y me hizo un comentario coronado con una sonrisa que se dejaba ver por la impúdica ausencia de barbijo.
No era una provocación. Para nada. Ni de mal gusto. Tampoco era gracioso. Ni siquiera era tan simpatico como la alegre sonrisa con la que acompañó sus palabras.
Me sentí algo incómodo, así que no respondí más que una mezquina mueca. Fue mi táctica para mantenerlo a distancia.
El joven recorrió la tribuna haciendo chanzas que no despertaban risas en los allí presentes hasta que nos tocó entrar a jugar.
Era un jugador básico pero potente. Pude sostenerle el juego hasta ví que me resultaría imposible, lo que terminó por derrumbarme. Mi ánimo dejó en evidencia cierto fastidio.
Mi contrincante, con claro ánimo componedor -no burlón ni vengativo- repitió dos veces: "perdón". No supe qué decirle. Yo lo había felicitado, como corresponde; había ganado en buena ley. No había lugar para una ofensa que exigiera un pedido de esa naturaleza.
Al término, y sin que mediara motivo alguno, me hicieron advertir que mi contrincante era un buen hijo de esa institución; un hermano de la vida social y deportiva que no tenía todos sus patitos en fila. Mi alma terminó de derrumbarse.
Ayer, en la misa del domingo escuché, como si el mismo Jesús me hablara a mí, el Evangelio de Juan 20, 22: "Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: 'Recibid el Espíritu Santo'."
¡Qué sentidos diferentes de entender el soplo del aliento fraterno de mi adversario deportivo! ¡Qué injusto puede resultar juzgar según la primera impresión!
¿Estamos realmente con el corazón dispuesto para recibir al Espíritu Santo?
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