La Guardia consagrada
Los lunes trato de no ir al centro y quedarme en casa, en Beccar.
Después de trabajar todo el día, mi plan era irme a la tardecita a la Abadía a rezar, ya que nuestra Iglesia no abre los lunes.
A eso de las 18.45, cuando escuché el campanario, me arreglé y salí para Santa Escolástica, que queda a tres cuadras de casa. Toqué timbre para ingresar, pero nada; ni respuesta, ni luces en la portería.
Todavía estaba con intenso intercambio mensajes de laburo. Decidí ir a Nuestra Señora de la Guardia, la parroquia de VIctoria, que está a algunas cuadras de allí.
Victoria es un pueblo bonaerense en un contexto suburbano. Es fácil volver a sentirse chico cuando se pasa frente a un colegio o vecino frente a la sencillez del vecindario.
Apenas llegué, me impresionó lo impecable que estaban el atrio, el frente, el interior del templo y, más aún, que estaba completo. Siendo las siete, estaban todos los bancos ocupados.
- ¿Hay algo hoy? -pregunté extrañado a una feligresa que ingresaba.
- ¿Viniste de casualidad? No te puedo creer: son las fiestas patronales y está previsto consagrar la Iglesia.
Me ofrecieron firmar un acta en la que un centenar de feligreses dejaban asentada su presencia en esta importantísima ceremonia que ponía fin a 109 años de construcción en el mismo predio en el que Don Orione vivió al llegar a la Argentina.
Decidí quedarme y asistir a misa, a pesar de que era probable de que durara mucho. Y así fue, pero debo decir que se pasó rápidamente.
Al ratito estaban ingresando en procesión por el corredor principal los monaguillos, diáconos, concelebrantes y, al fondo, el arzobispo de Paraná, Monseñor Juan Puiggari.
Unos voluntariosos músicos hacían sonar guitarra, bombo y flauta, para acompañar a una esforzada cantante que intentaba incentivar al murmullo de voces tímidas.
Los feligreses, con actitud dispuesta, sabían que no se irían con las manos vacías de allí.
El celebrante hablaba, la feligresía respondía y la voz de un muchacho con Síndrome de Down repetía a destiempo palabras clave: Dios, Jesús, amor, amén, como un eco tardío que inundaba de divina termura el ambiente.
Una humareda de incienso se elevó como una oración y mientras diseminaban esa fragancia desaparecía la presencia del ajo que exudaba algún cuerpo vecino.
De pronto, se iniciaron las acciones propias de la consagración del altar. Se impusieron las relilquias de San Juan Bosco, de Don Luis Orione y de otro santo que no identifiqué, y la tenue iluminación se convirtió en brillo y plenitud.
Se ungieron las paredes, se encendieron los cirios, se instauró el sagrario. Era una ceremonia trascendental, de esas que es un privilegio concurrir.
Cuando me retiraba, la gente seguramente se disponía a compartir un refrigerio. En nuestras caras podía imaginar que todos nos sentíamos más protegidos por la Guardiana que antes.+)
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